Jose Carlos Molina: Relato – El hechizo del flautista loco

Jose Carlos Molina: Relato – El hechizo del flautista loco
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Un enigmático relato, que fusiona las sensaciones vividas en un concierto acústico de José Carlos Molina y el estilo de la escritora argentina Nadine Gorodischer.

Música y literatura pueden ir de la mano. En este relato se mezclan las impresiones sacadas tras el concierto acústico de José Carlos Molina y el estilo literario utilizado por la autora argentina Nadine Gorodischer en su novela “Kalpa Imperial”.

Y el narrador dijo- Y vinieron, vaya si vinieron. Al principio no eran muchos los que apostaban por ello, pero ¡vaya si vinieron! Los incrédulos se rascaban la barriga, los comerciantes hacían cuentas de sus beneficios, los jueces dormían a pierna suelta tras condenar a otro robacaballos. No irá nadie, decían. ¿A quién le va a interesar su llamada?. Hemos estado mucho tiempo sin saber nada de él, y nuestros jóvenes están muy ocupados. Ya no es como en los viejos tiempos, se decía un joven (pero viejo), antiguo seguidor suyo, aquello sí que estuvo bien. Mientras, se amodorró junto al fuego al lado de su esposa, también envejecida prematuramente, y sus retoños. Él no lo sabía, pero cerca, muy cerca, pasaba en ese momento Mölinaghb, bufón y genio, genio y rufián, rufián y artista, artista y bufón.

Ciertamente, habían pasado años desde aquellos tiempos en los que Mölinaghb sacaba su flauta, se colocaba su sombrero, estiraba su chaleco violeta y empezaba a narrar viejas y no tan viejas leyendas. La gente quedaba mesmerizada por su voz y hay quien dice que aquel al que miraba fijamente de frente no podía irse del lugar hasta muchas horas después, hasta que el frío le devolvía a la realidad o su mujer le daba friegas de aceite de roca.

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Sí, amigos, nadie creía que el viejo Mölinaghb iba a poder clavar la mirada hasta hacer perder locura una vez más.

Nadie supo qué fue de él en aquellos años malditos. Hay quien dice que viajó al sur, a visitar a las salvajes tribus que cuentan que en esos dominios habitan. Y digo, “dicen”, porque a nadie conozco que haya vuelto desde que Oliendrath, el rey que siempre esperaba, sostuvo la cabeza de nuestro emperador en sus manos. Cuentan que detrás de sus reinos de arenas hay junglas y bosques que son la antesala al paraíso. Pero esa es otra historia y, como dijo otro famoso contador de fábulas, debe ser contada en otra ocasión.

Otros dicen que cogió su flauta, su sombrero y su chaleco y marchó al este, hacia el reino de los caballos, de la gente que siempre otea, de las mujeres con varios maridos.

Sí, nadie lo sabe con certeza. Lo único cierto es que un día apareció con su chaleco violáceo, su sombrero de pluma ¡e igual de joven que antes! La gente murmuraba. Ya saben ustedes, y si no lo saben es que han tenido malos maestros, que la maledicencia es el entretenimiento de los ociosos. Más de uno clamó condena contra tan evidente hereje, pero el regente Appleing, siempre ausente de la realidad, y al que nunca le había gustado la música, no le hizo demasiado caso. La verdad es que el regente siempre trató de evitar a aquella extraña gente; no le gustaban esos trajes, como si estuvieran en la fiesta de Carnestoltum, y ¡qué decir de esos extraños instrumentos! Le volvían la cabeza loca y hasta alguna vez, los más ruidosos, le hicieron sangrar por la nariz. Por eso, en su mandato procuró siempre poner trabas a las tabernas y locales de mala reputación que albergaban en su seno actos que ofendían tanto a la moral de las buenas gentes, como a la de su tabique nasal.

Pero volvamos al misterioso Mölinaghb y a ese día en el que en la plaza del Caracol congregó a buena parte de sus antiguos acólitos, aquellos que no se quedaron avivando el fuego de su lar junto a su mujer y sus hijos diciendo: ya no es como en los viejos tiempos. Aquel día se pudo ver allí al fiel Alfondroh, el enigmático hechicero que había vuelto a traer a Mölinaghb a aquella ciudad, una vez próspera y fecunda. Porque no se crean, mis ignorantes amigos, una vez aquella ciudad había sido pródiga, llena de jóvenes artistas que vivían al día y que creían que de allí a la residencia de los dioses sólo había un paso. Pero el tiempo pasó y se fue llevando la magia de sus calles, el calor de sus noches y la inspiración de sus bardos. Para cuando volvió El Loco (curioso apodo para él, que sostenía que en este mundo no había ninguno) muchos de ellos eran gente de bien, aposentados en los palacios de Appleing o viviendo en cómodas residencias en los barrios empedrados. Aquella noche, sus criados avivaron más el fuego para que sus señores pudieran pasar una buena velada junto a sus mujeres y, el que los tuviera, junto a sus hijos.

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¡Ay!, que me vuelvo a ir. Ahora, sí, escuchen con atención porque esto me lo contó mi abuelo, que a su vez se lo había contado, no su padre, ¡no me sean tan vivos! sino su tío. Pues para el que le interese, su padre fue un borracho al que una cuba se tragó un día. Sí amigos, créanme, yo sé lo que me cuento.

Decía: la gente estaba expectante. Susurraban y comentaban: “…me han contado que no ha envejecido, que sus canciones hechizan por igual, que su flauta sigue rivalizando con las aves exóticas, aquellas que llaman del paraíso…”

Y apareció él. Era ya de noche, y a la luz de las antorchas se produjo lo que muchos no dudaron en calificar cuanto menos de hecho asombroso. Parecía que el tiempo no había pasado. Entre la intensa bruma propiciada por las antorchas, se veía su rojiza figura aparecer, con el mismo plante y arrogancia de siempre ¿Y quiénes eran esos músicos que le acompañaban? ¡Un momento! ¡en sus manos! ¡no eran los mismos instrumentos! Su música había perdido su dureza, se había quitado la capa de espino y se mostraba en su estado más puro. Alguno dijo que le parecía más sugerente… y se reía.

Y los músicos siguieron tocando. Y dulces melodías se sucedían. Como siempre, la influencia de las tribus del norte, mezcladas con las de las tribus del sur más cercano eran visibles. Aunque, todo hay que decirlo, ahora se mostraban los sonidos más virginales. Sí, eran las tonadas de siempre pero eran mucho más…. ¡ja! sugerentes.

Pero no acaba aquí la cosa, sino que en medio de varias de sus tonadas apareció una danzarina. ¡Ah! es verdad, ahora hay danzarinas en algunos lugares que no puedo mencionar porque hay jovenzuelos que todavía no se han perdido por la senda del vino y la lujuria, y no será este humilde cuentacuentos quien le dé ese disgusto a sus orgullosas madres. Pero les diré que en aquel tiempo, sólo los marinos y los comerciantes que se adentraban con sus caravanas en lo que hoy llamamos Sur Próximo, y que entonces les puedo asegurar que no era tan próximo, habían visto con sus propios ojos a esas maravillas de la naturaleza. Sensuales, las caderas de la belleza de color aceite cortaban el aire envueltas en traslúcidos velos rojizos. Mientras, Mölinaghb ponía el contrapunto con las agudas notas de su dorada flauta.

Pero toda aquella armonía no hizo sino levantar el ánimo de los nostálgicos que no se habían quedado junto al fuego, sino que estaban allí con sus mujeres, y alguno, el más perdido, hasta con hijos. Querían volver a escuchar los viejos sonidos de siempre. Rudos, humeantes, rápidos.

Así que entre fastuosos fuegos de artificios y humo de color pimentón, apareció la comparsa de nuevo, pero los instrumentos ya no eran los mismos. Eran los antiguos, aquellos que escupían ruidos inspirados, dicen, por los duendes malignos, aquellos que encandilaban al público más inconformista.

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Lo que viene a continuación, no puedo negarlo, es confuso. Nadie quedó para testificarlo pero este trovador sabe lo que pasó. ¡Y no me pregunten las fuentes!

Cuando el concierto estaba a punto de acabar, Mölinaghb y el violinista se pusieron a tocar al mismo tiempo los acordes de una extraña melodía. Al principio era un ritmo cadencioso, que fue serpenteando por las figuras apenas iluminadas de los presentes hasta alojarse en ese lugar de la cabeza donde reside el verdadero ser. Poco a poco, fueron aumentando el ritmo, y la gente, pausadamente, empezó a cerrar los ojos y a mover la cabeza de un lado a otro compás tras compás, minuto tras minuto. Después su mirada se elevó ausente y melancólica y su respiración fue bajando con cada nota que flotaba en la noche de enero. Quien haya visitado a los monjes de Silosneath sabrá que esos, junto con la boca entreabierta, son los síntomas del éxtasis. Sí, uno a uno fueron entrando en un estado ajeno a este mundo que los transportó, aseguran los estudiosos, al lugar donde nace la música, el reino de Musalar, aquel que sólo está habitado por las hadas que visitan la cabeza de los músicos cuando se sienten abandonados.

Después, Mölinaghb, sin dejar de tocar, empezó a andar seguido de sus músicos y la danzarina, la cual no había dejado de hacer sonar los cascabeles de su vientre desde hacía horas. Y, sí, amigos, detrás de él desfilaron todos los asistentes, sin faltar ninguno, hasta que la plaza quedó desierta. Cerraba la comitiva el enigmático Alfondroh, quien con su cayado parecía marcar el compás de aquella endiablada tonada.

¿Y del Loco?

Nadie volvió a saber de él, ni del violinista, ni de la gente que desapareció. Aunque cada cierto tiempo corren rumores de que aparece en las tabernas, con su chaleco violáceo y que por unas cuantas jarras hace que los presentes, esa misma noche, tengan sueños como nunca los han tenido. Todo hombre tiene derecho a hacer realidad sus fantasías y él las hace posibles. Porque ¿no son a veces más reales los sueños que la vida misma? Da a la gente su meta más alta y no pide nada a cambio, aunque dicen que después de despertarse muchos se han pasado años llorando como niños, otros se hicieron monjes, algunos, los más humildes trabajaron como locos hasta ver hecho realidad las visiones de aquella noche, ¡y a fe que alguno lo consiguió! y los de metas más vanas preferían quitarse la vida al darse cuenta que nunca gozarían de aquello que la mañana les acababa de despojar.

Y con esto, amigos míos, considero ganado el sustento que vuesas mercedes deseen darme. Y recordad, si algún día veis aparecer en una taberna a un hombre con flauta y chaleco, sabed que estáis en una taberna encantada y pensad muy bien cuáles son, de corazón, vuestras metas. Y si os sentís con fuerzas de afrontar vuestro lado más oscuro, encomendáos a los dioses y preparáos para sentir….. ¡El hechizo del flautista loco!

Félix Vera

Este artículo fue publicado originalmente en La Factoría del Ritmo (sección: ).

Sobre los autores del artículo:

Félix Vera
Escritor, músico y viajero infatigable, ha pasado parte de su vida en Australia y actualmente reside en Alemania. Forma parte del equipo de La Factoría del Ritmo desde el año 1995. Militó como guitarrista en los grupos de rock Containers y Ras con Ras. Ha publicado relatos en diversas revistas y es autor del poemario-rock: "Las Vueltas". Además es uno de los fundadores de la inusual editorial Alas Ediciones, dedicada a promover "literatura que deja manchas".

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